viernes, 16 de febrero de 2007

Cachorros entre las nubes



Conocí a Carmencita en el Hospital Oncológico Luis Razetti. Visitaba la sala pediátrica con Fabián y Tutti Frutti, cuando la descubrí mirando con curiosidad los libros que llevábamos, esperando a ver si de verdad iba a contar cuentos. En su cara se podía adivinar las preguntas que se hacía: ¿Cómo es eso de una payasa que viene para acá y se pone a leer? ¿Acaso los payasos pueden entrar al hospital? ¿Quién le dio permiso para meterse en mi sala?


Cerramos la sesión de cuentos, las doctoras nos presentaron y poco a poco, me dejó acercarme después de despedir a Tutti Frutti.


- ¿Dónde está? –me preguntó.

- ¿Quién? –dije haciéndome la desentendida.

- ¡La payasita que estaba aquí cantando! -me dijo como si en realidad quisiera decir “Tonta, la payasa ¿o es que no la viste?”.

- ¡Ah! Ella. Yo creo que se fue. -Me encogí de hombros y me quedé sentada junto a ella.


Carmencita lo aceptó sin más preguntas y me invitó a compartir un café y una torta imaginarios en la cocina de juguete de la escuelita. Jugamos un rato con Angelí que se unió al grupo; reímos las tres porque nos empegostamos con el azúcar –también imaginaria- cuando se botó sobre la mesa. Al rato Angelí se fue a manejar su carro y pasear a su muñeca. Nosotras pintamos un ratico y luego nos despedimos hasta una próxima vez.


Cuando volvimos con el Bibliobús, la encontramos debilitada, no quería estar en los cuentos, su mirada apagada era el reflejo de la lucha que su cuerpo libraba. Estaba triste y quería irse de la sala. Entonces le pedí que me ayudara a buscar a Tutti Frutti, que seguro andaba por el pasillo. Eso la reanimó un poco y más entusiasmada salió a buscar a su amiga payasa: me ayudó a cambiarme y prometió que guardaría el secreto. Cómplice, me pasaba la chaqueta, las colitas, los lentes, el sombrero y la nariz, con la picardía retratada en la cara. Así se quedó con nosotros un rato más, hasta el final, jugando con los cuentos, cantando y olvidando por un rato su agotamiento. Después, llegó Miguelito para repartir pedacitos de la luna y le dejó los cachetes llenos de sonrisas y besos. Nos despedimos nuevamente, con abrazos, globos y mucho cariño.


En diciembre regresamos. Había hecho operación limpieza entre los juguetes de mi casa y encontré un par de cachorritos de peluche que compartíamos mi hija y yo cuando ella tenía la edad de Carmencita. Los metí en su cesta rosada y los envolví con cuidado para llevárselos como regalo de navidad. Pero cuando llegamos, Carmencita estaba dormida. Entonces me escuchó hablando con su mamá, por un momento abrió sus ojos despacio y sin salir de su sueño saludó a Miguelito y me sonrió. El regalo se lo dejé al lado de la almohada. Hace unas semanas llamé para preguntar por ella. En un breve instante pasaron sus bracitos por mi cuello, su sonrisa tímida y su alegría de cómplice en el pasillo junto a Tutti Frutti. Quería llorar y sin embargo me sonreía. Ya sabía que iba a pasar, los doctores me lo habían dicho en navidad, pero es tan diferente cuando pasa. Sentí como mi cara se calentaba, los ojos humedecidos no dejaban caer las lágrimas, traté de respirar y me di cuenta de que Carmencita había desplegado sus alas. Ahora, volando cómo un ángel más, la imagino sonreída mientras la persiguen dos cachorros que aprenden a ladrar entre las nubes.